En el mundo del fútbol, la memoria suele ser corta. Hoy, muchos se llenan la boca hablando de nuevos talentos, de jóvenes promesas, de estrellas que brillan fugazmente en una temporada y desaparecen al siguiente. Pero pocos recuerdan que, antes de todos ellos, hubo un jugador que no solo desafió a la historia, sino que la reescribió con sus propios pies. Y aún así, increíblemente, hay quienes se atreven a criticarlo.
¿Cómo puedes criticar a alguien que, en su mejor momento, hizo temblar al “mejor equipo de la historia”? Sí, ese equipo que muchos llaman imbatible, el que dominó Europa, el que convertía cada partido en un espectáculo de posesión, precisión y control. Y sin embargo, este jugador —sin miedo, sin complejos— lo destruyó una y otra vez, dejando claro que la grandeza no se mide solo en títulos o estadísticas, sino en el impacto que dejas en los rivales y en los corazones de los aficionados.
Porque cuando él entraba al campo, no importaba cuántas Copas de Europa tuviera el otro lado, ni cuánto alabaran los comentaristas a su rival. Lo que importaba era su hambre, su carácter, su determinación casi inhumana por demostrar que el talento también puede venir acompañado de una disciplina férrea. Lo que muchos olvidan es que su éxito no fue un accidente, fue el resultado de años de sacrificio, de madrugadas entrenando mientras otros dormían, de una obsesión por mejorar cada detalle, por alcanzar la perfección.
Cuando se enfrentaba al supuesto “mejor equipo de todos los tiempos”, no lo hacía con miedo, sino con una sonrisa desafiante. En cada gol, en cada celebración, estaba enviando un mensaje al mundo: “No necesito su aprobación para ser el mejor.”
Y vaya si lo demostró. Temporada tras temporada, rompió récords, humilló defensas, silenció estadios y dejó claro que la historia no se escribe solo con talento natural, sino con coraje y mentalidad ganadora.
Pero el mundo del fútbol es cruel. Hoy, la moda es criticar. Se le juzga por su edad, por su carácter, por no “adaptarse” a nuevas tendencias. Se olvidan los goles imposibles, las finales decididas en los últimos minutos, las noches europeas que marcaron una era. Se olvidan de que, sin él, muchos de esos equipos “históricos” jamás habrían tenido un rival digno.
Quizás el problema no es él. Quizás el problema es que nunca hemos sabido cómo tratar a los verdaderos ganadores. Los amamos cuando nos dan gloria, pero los atacamos cuando ya no podemos comprender su grandeza.
Porque en el fondo, criticar a quien destruyó al mejor equipo de la historia no es valentía. Es envidia. Es la frustración de saber que, aunque pase el tiempo, nadie podrá igualar lo que hizo.
Así que antes de lanzar una crítica más, recuerda esto: algunos jugadores no se miden por los títulos que ganan, sino por los imperios que derriban. Y este hombre, sin duda, derribó el más grande de todos.